El diseño de los objetos cotidianos
«Un buen diseño es, de hecho, más difícil de apreciar que un diseño malo, en parte porque el objeto bien diseñado se ajusta a nuestras necesidades tan bien que el diseño es invisible, cumple su función sin reclamar nuestra atención.»
En 1998 se publica The Psychology of Everyday Things (la psicología de los objetos cotidianos), un ensayo en el que el científico e ingeniero Donald Norman analiza los aspectos psicológicos y ergonómicos del diseño de diversos objetos cotidianos y propone una serie de principios de diseño que han marcado una profunda influencia en esta disciplina durante décadas. Consciente del impacto de su libro, Norman se propone actualizarlo y en 2013 publica una revisión completa del texto original titulada The Design of Everyday Things (el diseño de los objetos cotidianos), en la que revisa los ejemplos y la estructura de libro para asegurar su relevancia a lo largo de la década siguiente. En la nueva edición, se centra más específicamente en temas relativos al diseño industrial, el diseño de interfaces y el diseño de experiencias, sin dejar de lado el estudio de la percepción y la conducta, que constituyen una buena parte de este nuevo volumen.
A continuación examinamos algunas de las aportaciones que hace Donald Norman a los principios de diseño, desde el popular concepto de «diseño centrado en el usuario» al design thinking y la consideraciones acerca de la interacción entre usuario y objeto o dispositivo.
Diseño centrado en el usuario
Norman afirma que las personas suelen sentirse frustradas en su interacción con los objetos cotidianos, particularmente las máquinas (electrodomésticos, dispositivos digitales, etc.), cuyo modo de uso no siempre resulta claro y causa además que sea el propio usuario quien se culpe de no saber manejar el objeto, cuando es éste último (y por tanto su diseñador/a) el que debe entender al usuario. La solución, según indica el autor, es el diseño centrado en el usuario (human-centered design o HCD) que antepone las necesidades, capacidades y comportamiento de las personas para las que se crea el objeto al diseño del mismo, que debe adaptarse a esos factores. El buen diseño, por tanto, «empieza con un buen conocimiento de psicología y tecnología.» El principio que rige el HCD es aproximarse al problema que se quiere resolver con una observación de las necesidades de los usuarios y una sucesión de pruebas a través de las cuales se va perfilando cuál es el problema real que hay que tratar. Más adelante, examinamos este proceso en detalle.
Principios de interacción
Un buen diseño produce una experiencia agradable. Esta experiencia se logra por medio de la interacción entre el usuario y el objeto, que debe ser lo menos problemática posible. Para ello, es preciso atender a la manera en que, como seres humanos, entendemos cómo funcionan las cosas. El autor introduce aquí cinco conceptos fundamentales: prestaciones (affordances), indicadores (signifiers), limitaciones (constraints), topografías (mappings) y retroalimentación (feedback).
Una prestación es la relación entre las propiedades de un objeto y la capacidades del usuario o agente que determina cómo podría usarse el objeto. Por ejemplo, la prestación de una silla es apoyar algo que se coloca sobre su superficie, por tanto permite sentarse o subirse en ella. Norman advierte, no obstante, que la prestación no es una propiedad, sino una relación: depende de las capacidades de la persona que interactúa con el objeto. Si, por ejemplo, una silla es demasiado pequeña para que una persona se siente en ella, para dicha persona la silla carece de esta prestación. Algunos objetos presentan también anti-prestaciones, como por ejemplo el cristal, que tiene la prestación de dejar pasar la luz y dejar ver lo que hay en el otro lado, pero también la anti-prestación de impedir el paso. Tanto las prestaciones como anti-prestaciones deben ser perceptibles para entender cómo se debe interactuar con el objeto: así, por ejemplo, es necesario añadir adhesivos circulares de color rojo a las puertas de cristal para evitar que las personas se choquen con ellas.
Estos círculos rojos son lo que el autor denomina indicadores, que a menudo se confunden con las prestaciones. Por ejemplo, si diseñamos una interfaz en una pantalla táctil y añadimos un botón, este botón no es una prestación (la prestación de tactilidad existe en toda la pantalla) sino un indicador del lugar exacto en el que el usuario debe tocar la pantalla para ejecutar una determinada acción. Por tanto, como resume el autor, «las prestaciones determinan qué acciones son posibles. Los indicadores comunican dónde debe tener lugar la acción. Necesitamos emplear ambos.» Un indicador puede ser visual o auditivo, perceptible en definitiva, y tiene por objetivo comunicar al usuario la función, estructura y modo de uso del objeto o dispositivo. Por ejemplo, un cartel con la indicación «empujar» o «tirar» en una puerta explica claramente al usuario la acción que debe realizar para abrirla. En otros casos, un indicador puede ser menos explícito y simplemente sugerir una acción por medio de su forma, como ocurre con los pomos de las puertas.
Las limitaciones de los elementos que componen el objeto sirven también como indicadores. Estas pueden ser físicas, como por ejemplo las diferentes piezas de un juguete LEGO o un mueble de IKEA, que encajan únicamente de una manera para indicar cómo debe montarse correctamente (si bien tanto los juguetes de LEGO como los muebles de IKEA requieren instrucciones para evitar cometer errores al ensamblar las piezas). También pueden ser culturales, semánticas o lógicas, determinando qué tiene sentido hacer y qué no. En el caso de una motocicleta de LEGO, las piezas de los faros se colocan según una limitación cultural (el faro blanco delante y el faro rojo detrás), la pieza del parabrisas sólo puede colocarse en un lugar para que cumpla su pretendida función (siguiendo una limitación semántica), y la última pieza del juguete, por limitación lógica, sólo puede colocarse en el último espacio disponible. No obstante, como ya demuestran los productos de LEGO e IKEA, estas limitaciones pueden ser indicadores poco claros y por tanto poco fiables sin la ayuda de unas instrucciones.
Otro concepto clave es de la topografía, que hace referencia a la relación entre los elementos de dos conjuntos de cosas. Por ejemplo, los interruptores que controlan un conjunto de luces en una sala suelen disponerse de tal manera que su distribución se corresponda a la localización de las luces en el techo. Cuando esto se realiza correctamente, es fácil entender qué interruptor corresponde a qué luz. En algunos casos, estas topografías vienen marcadas culturalmente, como por ejemplo el hecho de usar una escala vertical para indicar el aumento o disminución de intensidad o cantidad. Los principios de agrupación y proximidad estudiados por la psicología Gestalt resultan útiles para realizar topografías, por ejemplo agrupando los controles que están relacionados entre sí. El uso de topografías naturales (ya conocidas por el usuario) ayuda a hacer más fácil el reconocimiento de los indicadores que hacen visibles las prestaciones del objeto o dispositivo.
Por último, la retroalimentación es esencial para una correcta interacción entre el dispositivo y el usuario. Toda acción por parte del usuario debe generar una respuesta que le permita percibir sus resultados. Esta retroalimentación debe ser inmediata (no más de unas décimas de segundo), puesto que un retraso en la respuesta genera confusión o conduce al usuario a pensar que la máquina no funciona y desistir de su acción (o realizarla repetidas veces y aplicando una mayor fuerza física sobre el aparato). Incluso cuando un proceso no puede completarse de manera inmediata, es preciso facilitar una respuesta que indique al usuario que la acción se está realizando (como ocurre con las barras de progreso o iconos de relojes en los sistemas operativos). Con todo, la retroalimentación debe informar al usuario, no introducir más confusión ni tampoco ser excesiva.
En la interacción entre el usuario y el objeto son esenciales los modelos conceptuales, es decir la explicación simplificada de cómo funciona dicho objeto. El usuario crea sus propios modelos conceptuales a partir de sus conocimientos y experiencias previas, y a la vez la interfaz puede facilitar maneras de crear dichos modelos, como por ejemplo los iconos que se muestran en un sistema operativo y representan carpetas u hojas de papel. Estos iconos permiten al usuario entender rápida y fácilmente cómo deben emplear esos iconos y qué acciones son posibles. En este sentido, es esencial que la topografía, los indicadores y limitaciones permitan percibir claramente las prestaciones de cada elemento del objeto o dispositivo. Cuando el modelo conceptual que se presenta al usuario es erróneo, conduce rápidamente a confusiones y frustración por parte del usuario. Donald Norman introduce aquí el concepto de imagen de sistema para referirse al conjunto de la información que facilita la interfaz acerca del funcionamiento del dispositivo. Esta imagen de sistema debe ser fácil de entender y completa para indicar correctamente al usuario lo que puede hacer y cómo debe hacerlo.
No es error humano, es mal diseño
El autor dedica un capítulo a examinar una afirmación que repite a lo largo del libro: no se debe atribuir el mal funcionamiento de un objeto o aparato simplemente a un error por parte del usuario, sino que se debe examinar qué falla en el diseño del propio aparato. El análisis de la causa raíz es esencial, puesto que trata de determinar qué es lo que ha motivado el error, no limitándose a culpar al usuario, sino buscando de qué manera se puede rediseñar el objeto o los procesos que se deben seguir para emplearlo a fin de evitar errores en el futuro o bien minimizar su impacto. Esto es especialmente importante en el diseño de maquinaria industrial, donde un error de funcionamiento puede causar grandes pérdidas económicas, daños físicos o incluso muertes. Este tipo de análisis habitualmente choca con la actitud de muchos diseñadores, que prefieren culpar a los usuarios, y también de empresas, que prefieren despedir a un trabajador antes que reconsiderar todo el proceso de producción. La costumbre de culpar al usuario está tan arraigada que las personas tienden a culparse a sí mismas cuando no logran hacer funcionar correctamente un aparato, pero como afirma Norman, «si el sistema te deja cometer un error, está mal diseñado. Y si el sistema te induce a cometer un error, entonces está muy mal diseñado.» El error de diseño suele radicar en que se centra en los requisitos del sistema y de las máquinas y no en los requisitos de las personas. Por tanto, es preciso analizar en qué consisten los «errores humanos» y por qué motivos se cometen errores (el autor desarrolla este tema extensamente) a fin de poder «diseñar para el error», es decir incorporar en el diseño la posibilidad de uso erróneo y facilitar maneras de advertir al usuario, a la vez que se limitan las consecuencias del error (por ejemplo, en un procesador de texto, se puede incluir una función de copia de seguridad automática y un mensaje de error cuando se intenta cerrar el documento sin haberlo guardado).
Pensar el diseño
«En diseño, el secreto del éxito es entender cuál es el problema real». Donald Norman insiste en que no hay que tratar de resolver el problema que se plantea inicialmente, sino tratar de comprender cuál es la situación real en la que se da el problema que se quiere resolver. Esto se relaciona con la idea de centrar el diseño en el usuario, conocer sus necesidades y su contexto para aplicar la mejor solución posible a base de generar una idea tras otra hasta que se da con la correcta. El proceso por el cual se analiza el contexto y las necesidades de los usuarios, se consideran múltiples soluciones potenciales y finalmente se llega a una propuesta concreta es lo que se conoce como design thinking. Según el autor, este proceso no es exclusivo de los diseñadores, sino que se aplica a todo tipo de labores creativas, tanto por artistas como escritores, científicos, ingenieros o empresarios. El design thinking se basa en dos herramientas principales:
- El diseño centrado en el usuario (human-centered design o HCD), un proceso dedicado a asegurar que se satisfacen las necesidades de los usuarios, que el producto es comprensible y usable, y que cumple con las tareas requeridas. Se centra por tanto en resolver el problema correcto de una manera acorde con las necesidades y capacidades de los usuarios.
- El modelo de diseño de diamante doble (the double-diamond model of design), que consiste en partir de una idea inicial, expandir el enfoque para buscar alternativas y encontrar las causas principales, de manera que se converge en un problema real. A continuación, se buscan una variedad de soluciones y de nuevo se converge en la solución que se considera más adecuada.
Norman incide en la naturaleza iterativa del proceso de diseño, que siguiendo los principios del HCD parte de la observación de los potenciales usuarios, continúa con la generación de ideas, producción de prototipos y testeo en un ciclo de ensayo y mejora hasta lograr la solución deseada. Este proceso facilita crear un producto que no se habrá concebido sin pensar en los usuarios ni atender al contexto real de su uso. Dado que la diversidad de usuarios es muy grande, no es posible tener en cuenta todos los contextos sociales y culturales, por lo cual el autor incide en centrar el diseño no tanto en la persona sino en la actividad que llevará a cabo una persona que emplee el dispositivo. La actividad es la que debe definir el producto y su estructura.
Al plantear este proceso, el autor es consciente de la separación entre teoría y práctica, por lo que también presta atención a las presiones y limitaciones con las que se encuentra el HCD en el ámbito de la industria y las empresas. Habitualmente, lo que conduce a generar nuevos productos es añadir prestaciones a un producto existente para igualarse con la competencia, y añadir una prestación facilitada por una nueva tecnología. Estas motivaciones no siempre se corresponden con las necesidades de los usuarios, lo cual hace que se creen productos cada vez más complejos y con nuevas prestaciones que a menudo generan confusión y frustración entre quienes los emplean. Esto no quiere decir que los productos deban renunciar a incorporar más funciones, sino que estas deben integrarse de tal manera que el usuario pueda contar con un buen modelo conceptual y evitar así confusiones y errores.
Diseño en el mundo real
Llevar la teoría a la práctica es lo que conduce a Donald Norman al capítulo final del libro, en el que examina cómo se puede crear un buen diseño bajo las presiones de la industria. Todo fabricante debe luchar con la competencia por colocar su producto en el mercado, y para ello tiene que recurrir a ofrecer precios más bajos, mayores prestaciones y mejor calidad, en un complejo equilibrio que permita superar a sus competidores en todos o al menos dos de estos factores. En el contexto de la industria, los clientes son los distribuidores y no los usuarios, por lo cual suele primar el precio del producto (que permita un mayor margen de beneficio al distribuidor) y la rapidez con la que se puede lanzar un nuevo producto, para que el distribuidor pueda ofrecerlo al público antes que la competencia. Esta realidad contradice lo que persigue el HCD, especialmente en cuanto a conocer las necesidades de los usuarios y desarrollar un proceso iterativo. Según apunta el autor, la mayoría de los productos tienen un ciclo de desarrollo de uno o dos años, mientras que el mercado reclama productos nuevos cada año, por lo cual es preciso iniciar el proceso de diseño del nuevo modelo antes incluso de haber comercializado el anterior. De esta manera, es difícil incorporar nuevas prestaciones basadas en las experiencias de uso de los consumidores. Más aún, en este ciclo interviene lo que Norman denomina featuritis, la tendencia a incorporar más funciones en cada nuevo modelo de un dispositivo, además de alterar su tamaño y hacerlo más complejo, incluso si el producto inicial no lo requería. Esto conduce a una situación en la que el producto pierde usabilidad, dado que es demasiado complejo, o bien incluye muchas funciones que el usuario finalmente no emplea puesto que no sabe cómo hacerlo. En su análisis de los productos de consumo, Norman concluye que «estamos rodeados de objetos de deseo, no de objetos de uso.»
El diseño de los objetos cotidianos, por tanto, tiene el peligro de convertirse en el diseño de cosas superfluas e innecesarias, que se lanzan al mercado a sabiendas de que su ciclo de vida se verá limitado a uno o dos años (a veces incluso menos), sin tener en cuenta las necesidades reales del usuario ni el impacto medioambiental que tiene la propia fabricación y distribución del producto. En este contexto, diseñar de forma sostenible y responsable, pensando en resolver necesidades reales, es más necesario que nunca.